"Perdóneme
que esta crónica haya salido algo extensa, pero la premura de tiempo
para mandársela no me ha permitido escribir algo más corto".
Todos aquellos que hayan respirado los vahos de esta santa y dolorida
profesión de periodista se sentirán como en casa con la gloriosa
disculpa que el corresponsal de La Correspondencia Española en Constantinopla, Julio Camba, enviaba a la redacción en 1905.
Sólo recientemente su incomparable pluma ha abandonado la esquina de
sombras de cinco décadas de olvido gracias a un puñado de entusiastas
lectores. Como Manuel Jabois, quien en el prólogo a la antología
pergeñada por el propio Camba titulada Mis mejores páginas y recién reeditada por Pepitas de Calabaza cifra así los gozos de su escritura: "El
rigor estilístico, que en él es desnudez y la virtud de escribir frases
llenas de palabras esenciales de forma que hasta las preposiciones
adquieren un relieve casi histórico".
Julio Camba nace en Villanueva de Arosa en 1884 y en 1896, apenas
adolescente, y anarquista, embarca de polizón con destino a la
Argentina. A fin de cuentas: "¿Qué persona de mi pueblo no se
iba por aquel entonces a Buenos Aires oculta en la bodega de un barco
cuando cumplía los 13 años?" Pero la policía porteña no se mostrará más displiciente que la de la vieja Europa, a dónde será deportado de regreso en 1902 .
Bajo el paraguas de la prensa se desatarían desde entonces sus aptitudes
mientras sus veleidades dinamiteras se desdibujaban en el tránsito ente
Tierra y Libertad, El Rebelde, El Mundo, El País, El Sol y, desde 1913 y hasta su muerte, en ABC.
Con la lucidez de su lado, y contra la corrección bienpensante. Prueba
de lo primero es la alianza de un altísimo estilo literario con una
moral de hombre libre. De lo segundo da fe la siguiente definición, tan
impropia de un caballero: "Hay que ver cuando una inglesa se pone a ser fea. [ ] Es fea de un modo rotundo, fundamental y definitivo.
Parece como si a lo largo de su vida hubiera ido cultivando el horror
de su cara y de su cuerpo con un cuidado especialísimo, procurando no
omitir ninguno de los detalles que deben constituir una fealdad
perfecta".
De sus correrías por la Europa de entreguerras como corresponsal, desde
su base de operaciones madrileña, durante los años 20, Camba lo contará
todo al paso por París, Londres o Múnich. Y también desde Nueva York. Su
primer y delicioso libro de viajes Playas, ciudades y montañas
(1916) acaba también de reeditarse (Reino de Cordelia): "La mayor parte
de la música francesa no es francesa, ni la mayoría de los parisienses
son parisienses. La Francia es como el champagne; alegre, ruidosa, petulante y artificial". Su obra principal data de estos años. Títulos como La rana viajera (1920), Aventuras de una peseta (1923), El matrimonio de Restrepo (1924), Sobre casi todo y Sobre casi nada (ambos de 1928) o La casa de Lúculo (1929)
Camba fue un escribano de la vida en todas sus manifestaciones, "de la
vida de entonces", como afirma Jabois, una vida que no siempre le
agradaba, como se comprueba a la llegada de la II República en 1931 :
"Yo soy uno de estos hombres de café, y, como digo, cuando se proclamó
la República, mis amigos me dejaron solo. ¿Qué otra palabra podría
definir esta conducta más que la palabra traición? Después de una
convivencia de quince o veinte años, yo había llegado a creer que mis
amigos iban al café con el mismo espíritu que yo, y, de pronto, resulta
que no habían ido nunca más que por falta de un sitio más confortable
donde meterse, pero que su verdadera vocación no era la de hombres de café, sino la de ministros de Hacienda, Agricultura, Marina y Comunicaciones".
Hacia mediados del periodo republicano, el desencanto de Camba propicia la aparición de su obra más conocida, Haciendo de República
(1934). Sus más mordaces textos datan de sus años republicanos. "Al
Real Cinema se le llamó Cine de la Ópera, y si el Royalty sigue siendo
el Royalty, es porque, según parece, nadie se ha enterado aún de que
royalty quiere decir realeza". Sin piedad, sobre cualquier asunto, las
columnas de Camba no dejan de aprovechar la oportunidad que ofrecen
ciertos ridículos. Ora se ríe cuando el Gobierno comprueba, desalentado,
"que no había cultos para la libertad de cultos", ora
arremete contra la ley del divorcio: "Tenemos divorcio, igual que todos
los países cultos y lo único lamentable es que la gente no se quiera
divorciar".
Camba no soportaba la vana fraseología revolucionaria de los socialistas
pareja a su gusto por la buena vida. Él, que escribía básicamente para
sí mismo, como sólo puede hacer aquél que luego gusta a tirios y
troyanos, no tragaba las imposturas, tan actuales... "¡Pobres magnates
del socialismo español, condenados a predicar la revolución social para
seguir disfrutando los encantos de la vida burguesa y sin poder
declararse nunca burgueses so pena de quedar convertidos, ipso facto, en unos tristes y paupérrimos proletarios!".
Tras la Guerra Civil, en la que apoyó a los nacionales, Camba se aparta
un tanto, trasiega Madrid, bebe en los cafés y reescribe y compila sus
escritos con títulos como Etc., etc. (1945), Mis mejores páginas (1956) Ni fuh ni fah (1957) o Millones al horno (1958). En 1951 recibe el Mariano de Cabia. Por aquellos días se decía de él que era el periodista mejor pagado de España.
En 1949 alquila habitación en el Palace y allí reside, circunscribiendo
poco a poco su movimiento a las cuatro paredes de su habitación, como un
fantasma, hasta su muerte el 28 de febrero de 1962, hace hoy 50 años.
"Pero mi soledad fue cosa de poco tiempo. El café, puesto en
peligro momentáneo por la proclamación de la República, no tardó en
renacer con nuevos bríos, merced a una copiosa y fecunda aportación de
sangre joven; pero esto no quita para que la defección de mis amigos sea algo imperdonable".